martes, 5 de julio de 2016

El tortazo

El tortazo restalló como la tralla de un látigo, aunque a Demóstenes Lupin el sonido que acababa de salir de su mano abierta le recordó más a un disparo de pistola del calibre .22 LR. Conocía bien el tono de voz de esos juguetes. Un ruido seco, corto y agudo, como el de un petardo pequeño.

La detonación a la puerta de aquel antro de Barrenkale sobresaltó a la clientela que fumaba y bebía en la calle a pesar de la lluvia. Se giraron de golpe, justo a tiempo para ver al imbécil del Txapi tropezarse con sus propios pies y desplomarse de espaldas en un charco. Se incorporó un poco al sentir el frío del agua en la espalda, quedándose sentado y atónito frente a Demóstenes, que lo miraba con una media sonrisa y los ojos incendiados. Ojos de psicópata. Daba miedo. Miedo de verdad.

A Almu, la camarera, que salía en ese momento de la barra, sobresaltada y encendiéndose un canuto más grande que ella, le llamó la atención que después de la hostia, Demóstenes se había llevado las manos a la espalda, quedándose aparentemente indefenso ante la previsible respuesta del imbécil del Txapi, que trataba en vano de reincorporarse del charco. Pero no era lo que parecía. Almu se percató de la maniobra. No era la primera vez que se la veía hacer. Con las manos a la altura del culo se estaba quitando el anillo de acero inoxidable de la mano izquierda y se lo estaba poniendo en el anular de la derecha, junto a otro igual que siempre lucía en el dedo medio. La jugada se completaba sacando el mechero Clipper del bolsillo trasero del pantalón y apretándolo con fuerza en la mano doblemente anillada. El cabrón acababa de convertir su puño en un martillo, dispuesto a rematar al imbécil del Txapi.

Almu se le acercó por detrás y le tocó las manos con suavidad, casi con ternura, que en realidad era prudencia.

-Demóstenes -le susurró-, ni se te ocurra. Aquí no.
-Es que ya se me ha ocurrido -respondió Demóstenes, lacónico, dejando entrever los dientes, lo que acentuó su ya inquietante sonrisa lobuna.

El imbécil del Txapi consiguió ponerse en pie trastabillando y con los ojos más abiertos aún que antes del tortazo, por el habitual puestón de speed que llevaba. Almu le miró fijamente y le hizo un gesto con la cabeza que significaba que se largara de allí. El Txapi, que era un imbécil pero no era tonto del todo y además no tenía ni media hostia, lo pilló al vuelo y desapareció entre la gente, desconcertado y con el sopapo puesto.

-Joder Demóstenes, lo he visto todo desde la barra, ni siquiera te ha hablado, sólo se te ha acercado y ¡plas! hostiazo. ¿Se puede saber qué te ha hecho? -espetó la camarera.
-Tú lo has dicho. Se me ha acercado. Ya sabe que no puede hacerlo. Le hacía falta un recordatorio.
-La madre que te parió... -respondió Almu resoplando.

La cosa venía de cinco años atrás, cuando el imbécil del Txapi le sacó cincuenta euros a Demóstenes contándole una película de vaqueros que -como tenía buen día- Lupin se quiso tragar. El billete nunca volvió y Demóstenes -que no sentía un especial apego por el dinero, pero no soportaba que le tomaran el pelo y menos un imbécil como el Txapi- fue acumulando rencor en cantidades industriales, cosa que se le daba demasiado bien.

Apuró la cerveza de un trago y se despidió de Almu.
-Agur guapa, me piro, te pido disculpas, aunque no lo siento en absoluto.
-Ya lo sé, cabrón. Anda, lárgate y a ver si te relajas, que no sé qué hostias te pasa últimamente.
-Yo tampoco. Cuando lo sepa, te lo cuento -mintió Demóstenes.

Vaya si lo sabía. Le habían vuelto a romper el corazón, o mejor dicho, se lo había vuelto a romper él sólo tratando de meterlo en un lugar en el que ya sabía de antemano que no cabía.

A sus cuarenta y pocos tacos -ya ves tú- se había enamorado como un quinceañero de Xulia, una veinteañera gallega, escultora, que derrochaba talento, simpatía, inteligencia, sarcasmo, humor negro y belleza a partes iguales. Para Demóstenes, esa combinación en una sola persona era más valiosa que la fórmula de la Coca-Cola. Así que saltó al vacío. Sin red.

No había percibido ningún gesto por parte de Xulia que le diera a entender que tuviera alguna opción, pero tenía que salir de dudas, así que, un día que se quedó a solas con ella tomando una cerveza, se lo soltó. Total, ¿qué es lo peor que podría pasar? ¿que le dijera que no? pues no. Había algo peor, que le dijera que no y a la vez le diera un ataque de risa, que es exactamente lo que pasó.

-Xulia, no quisiera ponerte en una situación incómoda, pero tengo que decirte que te me has clavado en la cabeza y no consigo sacarte ni con una barra de uña. Doy por hecho que tú pasas de mí en moto, así que, por favor, dímelo en voz alta para que pueda tirar para adelante -balbuceó Demóstenes con fatalismo, trabándosele la lengua un par de veces, cosa que no había pasado en los ensayos delante del espejo de su casa.
-¡No me jodas! -vociferó Xulia con los ojos como platos y gesto divertido- ¡pero Demóstenes! ¿se te va la olla o qué? -añadió, apostillando la pregunta con una carcajada que taladró los oídos y el alma del tembloroso Lupin.
-Bueno... esto... verás... es que... eeemm... yo... bueno...
-A ver, que eres muy majo, me caes muy bien y hasta eres un tipo bastante atractivo para tu edad, pero ¡no me jodas! ¡que podrías ser mi padre! -otra risotada apuñaló al ya malherido Demóstenes en la boca del estómago.

Era cierto. Podría ser su padre. Habría tenido que serlo con 18 años, pero sí, las cuentas salían.
Habría bastado un "eres muy majo pero...", pero no. Xulia se rió. Mucho. Quizás fue una reacción nerviosa, pero es lo que hizo. Reirse como una hiena enloquecida ante un viejo búfalo herido que se desangraba a borbotones.

Demóstenes estaba preparado para encajar un "no" con deportividad, brindar con elegancia y quedar como los amigos que ya eran antes del salto a la piscina vacía. Contaba incluso con la lejana y exigua posibilidad de recibir un "sí", pero en ningún caso esperaba aquello. Se sintió patético, ridículo, estúpido, insignificante.

A pesar de todo, Xulia le seguía pareciendo la mujer más talentosa, simpática, inteligente, sarcástica y hermosa del mundo. Y aunque esta vez su humor negro no le hubiera hecho tanta gracia como otras, no le guardaba ni un ápice de rencor. Al fin y al cabo, se había metido él sólo en ese fregao.

Ahí estaba él, con todo su porte de tipo duro hecho añicos. Humillado y con el corazón desgarrado. Hecho una puta mierda como la torre de Iberdrola de grande. Condenado a una vida de lobo solitario que le traía por la calle de la amargura.

Los lobos solitarios son huraños, huidizos y despiadados. Son animales oportunistas y peligrosos. Pero no lo son por placer. Es su mecanismo de defensa al verse apartados de la manada, al ser privados de los vínculos sociales y afectivos que sus instintos les reclaman. Son animales que sufren. Y del dolor nace la ira. Y es mejor no molestarlos, ni mucho menos acorralarlos o herirlos, porque si quieren, te pueden arrancar la garganta de una sola dentellada.

A Demóstenes le dolía el alma por no poder cubrir lo que para él era una necesidad básica, vital: dar y recibir afecto. Ese dolor, esa carencia, le corroía las tripas y alimentaba al monstruo lleno de ira y odio que llevaba dentro.

Se había quedado bastante satisfecho con el tortazo que le había administrado al imbécil del Txapi, así que se fue a casa con su media sonrisa. Se zafó con cortesía de tres prostitutas africanas que trataron de meterle en un portal a tirones mientras se reían a carcajadas y le piropeaban con dudosa sinceridad. Subió los cinco pisos sin ascensor de su guarida y se plantó delante del espejo del baño que había usado para los ensayos del desastroso "Affaire Xulia".

Apoyó las manos en el lavabo y se miró fijamente a los ojos. Observó con normalidad que ya no eran los suyos. Eran oblicuos, de color ámbar brillante. Un viejo lobo ibérico con la cara surcada de cicatrices le miraba con complicidad desde el otro lado del cristal. Comprobó con satisfacción el buen estado de su afilada dentadura y se fue a dormir. Se hizo un ovillo en el suelo del dormitorio.

La tenue luz del reloj-despertador hacía brillar un colmillo y un ojo ambarino entreabierto. Demóstenes estaba soñando con víctimas más apetecibles que el imbécil del Txapi. Y esta vez, un simple tortazo no iba a ser suficiente para saciarlo.

Se relamió pensando en el sabor de la sangre, que de un modo tan poético como macabro, sabe a hierro.

martes, 12 de abril de 2016

La mala sangre

Aquel día, Demóstenes Lupin sufrió un ataque de filantropía. No le solía pasar muy a menudo, por lo que se sintió raro. Le invadió una extraña sensación de bienestar. Notaba cómo una sonrisa bobalicona le tensaba la cara y un dolorcillo le oprimía en ese punto carnoso que está justo encima de la campanilla -seguro que ese punto tiene un nombre. Algo parecido a lo que se siente cuando uno se enamora como un imbécil. Aquel día, tenía sus motivos para sentirse así.

En los últimos tiempos, la vida se había dedicado a darle alguna que otra patada en el culo, y él -que no era demasiado buen encajador y sí bastante agonías- cuando le venían mal dadas, tendía al avinagramiento y el encabrone.

Había pasado casi dos años centrifugando en un remolino de excesos de todo tipo. Se había convertido en cliente VIP de los más oscuros, sórdidos e infectos antros de Bilbao, donde encontraba sin problemas todo aquello que andaba buscando: refugios donde evitar la Ley Antitabaco, alcohol a raudales, drogas variadas, mucho rock 'n' roll y sexo sin compromiso con otros desechos humanos como él. De vez en cuando, unos buenos puñetazos en la cara de algún imprudente -que no sabía con qué clase de alimaña se jugaba los cuartos-, terminaban de cubrir las necesidades vitales básicas de Demóstenes. Comer y dormir eran caprichos accesorios y prescindibles. El speed se ocupaba de ello.

Pero llegó aquél miércoles. La noche del martes se había complicado y el miércoles saludó a Demóstenes con una resaca de alcohol y anfetamina digna del Libro Guinness de los récords. Un clavo de los de "Aupa el Erandio" -que se dice en el Botxo.

Los lóbulos temporales le palpitaban dolorosamente como si algo vivo quisiera escapar de allí dentro. El esófago le quemaba como un tubo de escape -a lo mismo le sabía la boca- y sentía una presión en el pecho adecuada al consumo compulsivo de 4 paquetes de tabaco negro en una sola noche. Los moratones en las costillas y el ojo izquierdo no tenían nada que ver con la resaca. Aquella noche fue él el imprudente al pasarse de gallo con el tipejo inadecuado.

-Esto se te está yendo de las manos -le dijo Demóstenes con pesadumbre al zombi del espejo del baño-, como sigas con este ritmo te vas a matar, imbécil. Va siendo hora de hacerte unos análisis. Después de cinco años desde los últimos te vas a enterar de lo que vale un peine -el zombi le miró con tristeza, resopló, tosió como si fuera a echar los intestinos por la boca y escupió en el lavabo algo que sólo un zombi podría escupir.

Unos días después, Lupin fue a recoger los resultados de los análisis. Se sentía como el reo que va a escuchar su sentencia en la Audiencia Nacional, es decir, con la seguridad de que le van a meter un paquete que le va a destrozar la vida para los restos. Sea culpable o no. Y él, lo era.

El juez, que vestía una toga blanca de Osakidetza, fue pasando los folios de la sentencia en silencio y con gesto grave, hasta que miró a Lupin por encima de las gafas y falló: "Estás perfecto, Demóstenes. Hígado, colesterol, sífilis, hepatitis... ¡nada! todo de maravilla. Se nota que eres deportista. Sigue haciendo la vida que hayas estado llevando hasta ahora."

El shock fue tal que a Demóstenes hasta se le olvidó descojonarse de la risa con lo del "deportista" y lo de "seguir con la misma vida". Aquello no podía ser cierto, pero lo era. El reo era más culpable que Felipe González, pero como a este, le iban a salir gratis sus delitos. La diosa Fortuna le estaba regalando una segunda oportunidad. Y estaba dispuesto a aprovecharla.

Allí iba él, el nuevo Demóstenes Lupin, con su sonrisa bobalicona alumbrando toda la avenida y su sentencia exculpatoria en el bolsillo interior de la chupa, al lado del corazón. El sol brillaba en Bilbao, lo cual tampoco era demasiado habitual y redondeaba la feliz escena. Caminaba por la Gran Vía sintiendo hasta simpatía por aquellos encorbatados relamidos de hueso largo con los que se cruzaba, algo insólito en él. Llegó a la Plaza Circular, y allí, se fijó en un detalle que había ignorado hasta aquel día: el autobús de los donantes de sangre.

-¿Por qué no? -se dijo, subiendo por la escalerilla con decisión.
-¡Vengo a donar sangre! -le dijo al simpático tipo que recibía a los donantes.
-Muy bien -le contesto el simpático-, léete antes este cuestionario de autoexclusión, por favor.

Ahí el tipo empezó a caerle menos simpático. Tenía prisa por hacer el bien, así que se leyó el cuestionario en diagonal. Pero el segundo punto le hizo detenerse: "¿Has tenido relaciones sexuales con alguien que no sea tu pareja habitual en los últimos cuatro meses?". Si la respuesta era "sí", quedaba "autoexcluido".

El nuevo Demóstenes trató en vano de explicarle al simpático que no tenía pareja, pero tenía una vida sexual más o menos animada, que siempre tomaba precauciones y que tenía unos análisis que demostraban que estaba tan limpio como la conciencia de Michele Angiolillo. De nada sirvió.

-Ya se que esto no es cosa tuya, así que no vamos a discutir -le dijo al ya no tan simpático-, pero, ¿te puedo hacer unas preguntas?
- Claro, adelante, si te puedo ayudar...
-Veamos, ¿pero... es que no analizáis la sangre? ¿y si soy un psicópata con la peste bubónica y no digo nada? ¿se la enchufáis al primero que pase por el quirófano? ¿y si tengo pareja estable pero me pone los cuernos sin yo saberlo? porque eso no se suele comentar en el sofá con la mantita viendo una serie... ¿y esa señora que está donando ahí, qué? ¿como sabes que su marido no es un putero militante y desaforado? ¿porque le prometió fidelidad eterna en el altar, quizás? No me jodas hombre, ¿me estás diciendo que el principal sistema de control de las donaciones de sangre es "La Palabra"? ¿"Palabra de Vasco"? porque deberías saber que eso no existe, que aquí nos lleva gobernando el PNV toda la puta vida y ya sabemos de qué va eso...

El pobre recepcionista aguantó el chaparrón de Demóstenes con resignacion. Su respuesta consistió en adelantar el labio inferior, levantar las cejas y encogerse de hombros. Solo le faltó acompañar el gesto con una pedorreta.

Demóstenes Lupin bajó la escalerilla del autobús con toda su sangre, pero sin la sonrisa con la que la había subido. Se sintió discriminado por primera vez en su vida. Creía que a él, un varón, blanco y heterosexual no le podían pasar esas cosas. Pero sí. Comprobó que para el Servicio Vasco de Salud, alguien que no tiene una pareja estable -como Dios manda-, pero disfruta de su sexualidad de una manera libre, adulta, consensuada y segura, es una persona sospechosa, sucia y peligrosa. No es de fiar y por tanto, merece ser discriminada. Su sangre debe ser declarada impura y rechazada "por si acaso".

Demóstenes Lupin se prometió a sí mismo que no iría a donar sangre jamás, a no ser que hubiera alguna catástrofe ferroviaria, un terremoto o un atentado de los gordos. Supuso que en una de esas tesituras nadie le humillaría con la repugnante pregunta número 2.

De todas formas, llegó a la conclusión de que con el sucedido del autobús se había hecho muy mala sangre, así que, así las cosas, para qué donarla. Ahora sí que podría envenenar a alguien.

miércoles, 2 de marzo de 2016

"La Resistencia" vs "La Ofensiva Feminazi"

Unirse a las redes sociales es como apuntarse a un bombardeo. Un bombardeo que ríete tú de las pasaditas de la RAF sobre Dresde en el 45. Igual de contumaz, pero más variopinto en las municiones empleadas. Aunque eso ya depende de las "amistades" con las que cuentes.

Gatitos, bebés, recetas de cupcakes, adorables perritos y citas ñoñas de autoayuda son algunas de las armas de destrucción masiva que sufro en silencio, mientras siento la misantropía avanzar por mis venas a ritmo de "blitzkrieg".

Pero entre este bombardeo de tan  letales como anodinas basuras, hay otras muchas cosas que brillan, aportan, informan o divierten. Y ya, a otro nivel, toca poner las que instruyen, enriquecen y obligan a pensar, a darle una vuelta a la cabeza, a replantearte seguridades que parecían inamovibles. Esas son las buenas, las que reconcilian con la humanidad y con uno mismo, las que hacen crecer. Las que me ponen. Y esas -por suerte-, haberlas, haylas. Me centraré en la que más me está dando que pensar últimamente.

Nunca me había interesado demasiado por el feminismo. Es un mal muy extendido entre la militancia masculina de izquierda. Tender a dar por hecho -con viril prepotencia- que el sexismo es una tara que todo macho revolucionario tiene superada por ciencia infusa o por algún otro arte de magia. Como si el simple hecho de ejercer una militancia fuera una especie de antídoto que te hiciera inmune ante el omnipotente sistema patriarcal, impuesto a sangre y fuego e incuestionado durante miles de años.

Craso error, amiguitos. Confiar en ese antídoto es como usar homeopatía contra el cáncer, el catarro o la caspa -da igual- : un ridículo fraude. Por mucho que venda.

Nos indignamos con facilidad ante los casos de violencia extrema contra las mujeres -es de manual-, pero se nos escapa un sinfín de actitudes y comportamientos socialmente aceptados, que apuntalan un sistema de poder que oprime a más de la mitad de la población. Parece que si el problema no está señalizado con un llamativo charco de sangre, se nos hace invisible. Grave problema.

Tendemos a calificar como"enfermos" aislados a los agresores o asesinos de mujeres, cuando estos actos -como le oí decir a un psicólogo en un programa de televisión- no los provoca una enfermedad, sino una ideología. Una ideología supremacista masculina basada en la dominación de las mujeres.

Pues bien, los textos feministas que bombardean las redes sociales que frecuento, hacen una eficaz labor de identificación y denuncia de estas actitudes y comportamientos que apuntaba antes. Y es ahí donde empieza el conflicto. Cuando muchos hombres nos vemos reflejados en ese espejo, pero la imagen que nos devuelve no es la que esperábamos. Es fea, muy fea. Entonces muchos, demasiados, organizan "La Resistencia", cierran filas, adoptan la formación de tortuga a la romana y gritan como un solo hombre -muy hombre, eso sí-: ¡Que vienen las "feminazis"!

Es sorprendente el nivel de agresividad de los comentarios masculinos a algunas publicaciones feministas. Los insultos, las amenazas y los espumarajos de rabia de muchos son de una virulencia que acojona. Se esté o no de acuerdo, ¿tan difícil es encajar una crítica? Por lo visto, para algunos, si viene de una mujer, sí.

Incluso entre hombres en ámbitos supuestamente libres de machismo, se nota el escozor que provoca la crítica. Nos ponemos a la defensiva, acusamos de exagerar y rechazamos el tono del discurso por exceso de agresividad. Me acuerdo entonces de la Patronal mostrándose como víctima de las "abusivas" reivindicaciones obreras, diciendo que trabajadores y trabajadoras exageran en sus quejas, y que bueno, que están de acuerdo con el derecho a la protesta, siempre y cuando no molesten demasiado. Y entonces, me vuelvo a ver feo en el espejo. Muy feo.

Está claro que nadie es culpable de la educación que ha recibido. Pero todas las personas somos responsables de ponerla en cuestión, de revisarla, de comprobar si es o no correcta, y si no lo es, luchar por desinstalarla de nuestras memorias.

No es momento de resistir. Es momento de leer, observar y escuchar. De preguntar y hacerse preguntas. De familiarizarse con conceptos como el de la crítica al "amor romántico", con términos como "androcentrismo", "micromachismos", "mansplaining" y muchos más.

Creo que, honestamente, todos los hombres deberíamos asumir con humildad que tenemos mucho que aprender. Y lo que es más necesario y mucho más difícil: muchísimo que desaprender.

Yo, por lo pronto y para empezar, me voy a declarar desertor de "La Resistencia". Que me fusilen por cobarde y por traidor.

Y por poco hombre.

martes, 9 de febrero de 2016

Confesiones de un terrorista

Gracias al caso de los titiriteros detenidos en Madrid me he dado cuenta de cuál es mi naturaleza. Soy un terrorista. No lo sabía, pero ahora no tengo ninguna duda. Lo soy. 

Arrastro muchos años de pertenencia al "talde" de decoración de una comparsa de Bilbao, una comparsa anarquista -como los titiriteros detenidos-, y haciendo memoria, he comprobado que hemos hecho cosas malas, muy malas. Terribles. Hechos tan atroces que podrían provocar desmayos con pérdida de control de esfínteres a Manuela Carmena y su equipo.

Confesaré de manera voluntaria, con el objeto de librarme de las torturas que -según se rumorea- practican las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado para obtener información en estos casos. Con la venia, procedo:

El año en que se casó S.A.R. la Infanta Elena, convertimos la txosna de la comparsa en la "Floristería Mateo Morral", enalteciendo al anarquista que lanzó un ramo de flores-bomba a la comitiva nupcial de Alfonso XIII en 1906. "Especialistas en bodas reales", "Díselo con flores" y "Proveedores de la Real Casa" fueron los lemas utilizados.

Dos años después, hicimos un panteón funerario con los nichos de los principales muertos del año: Lady Di, Teresa de Calcuta, Pol-Pot, Antonio Herrero...etc. Dejando un par de ellos abiertos, con los nombres de Manuel Fraga y Juan Pablo II, que -según nuestra opinión- no se morían ni a tiros. De hecho, todavía aguantaron  unos buenos años. El lema era "1997-1998 ¡Qué gran cosecha!".

Cuando la ahora Reina Letizia -entonces Princesa- esperaba el nacimiento de su primera hija, construimos un paritorio, con una silla de parto que desembocaba en una enorme guillotina -totalmente funcional-, que esperaba el alumbramiento de la nueva y Real testa para cercenarla tan pronto viera la luz.

Ni el mismísimo Dios se libró de la espiral de odio en la que estábamos inmersos. La txosna se transformó en otra ocasión en un barco de guerra erizado de cañones que disparaba sin piedad a un aterrorizado Dios bajo el lema "Dios está en todas partes. ¡Fuego a discreción!".

Nuestra idea enfermiza de lo que es la democracia hizo que años después organizásemos un referendum sobre la monarquía en el que el público -la chusma- podía elegir entre la guillotina, el hacha, el garrote vil o la ventanilla del INEM. Instalamos a tal efecto unos pulsadores que contabilizaron varios cientos de miles de votos, de los cuales, muchos fueron de niños y niñas que se divirtieron mucho pulsando los botones una y otra vez. Ganó la guillotina.

Parodiamos también en su día el cuadro de "La última cena" de Leonardo da Vinci, cambiando a Jesús y sus discípulos por cerdos de tamaño natural vestidos de clérigos, empresarios, militares, jueces y políticos que departían sentados sobre un nutrido montón de explosivos para el que pedíamos fuego.

En carnaval hemos paseado una guillotina -sí, tenemos fijación con las guillotinas- con el texto "Juan Carlos I, Felipe después" y cabezas de Aznar ensangrentadas clavadas en picas. Hemos representado el funeral de Azkuna cuando aún estaba vivo. Yo, personalmente, me he disfrazado de cura pederasta, de guardia civil torturador, de falangista, de terrorista suicida, de militar golpista, de Hitler o de militante de una imaginaria organización armada "eusko-andaluza" llamada "Y" -conjunción copulativa, como "eta" en euskera-, que lucía un sospechoso anagrama con una lagartija enrollada en un estoque de matador.

Todos estos hechos y bastantes más, que son ciertos y comprobables, han sido cometidos a plena luz del día, en horario infantil, con decenas de miles de testigos. Hay abundante documentación gráfica que así lo demuestra. Así que mi culpabilidad y la de mi comparsa está fuera de toda duda. De hecho, creo que hemos hecho bastantes más méritos para estar entrullados que los detenidos de Madrid, lo cual, a decir verdad, me pone un poco celoso.

Lo que no entiendo es por qué hemos recibido siempre tantísimas felicitaciones, algún que otro premio y ninguna denuncia. ¿Será cierto eso que dicen algunos tertulianos de que la sociedad vasca está enferma? Sí, seguro que es eso.

No voy a lanzar ahora un discurso en defensa de los titiriteros. Otros ya lo han dicho todo con meridiana claridad. Simplemente quiero decir que me hierve un poquito la sangre con este asunto. Que si los hechos que he descrito me convierten en un terrorista, lo acepto de buen grado y es más, añado que no reconozco el daño causado, no pido perdón a las víctimas, no me arrepiento y estoy dispuesto a repetirlo más y mejor. Lo más nocivo que le puede pasar a la libertad de expresión es la autocensura. Estoy seguro de que el resto de mi "talde" piensa igual.

Hace ya muchos años, en 1983, tres chavales de Santurtzi que tenían un grupo de música también fueron detenidos en Madrid y acusados de apología del terrorismo por el contenido de las letras de algunas de sus canciones. La cosa quedó en nada. Como en nada quedará esto -espero.

Hoy, tertulianos, políticos y demás imbéciles, se ponen muy serios y afirman -con cara de tener una escoba metida en el culo- que "la libertad de expresión tiene límites". Aquel grupo de Santurtzi que detuvieron en Madrid tenía una letra que decía: "creéis que todo tiene un límite, así estáis todos limitados".

En otra hablaban de un "maldito país" llamado "España", que era "una gran pocilga", decían. Esa me recuerda a la txosna de "La última cena" de la que hablaba antes, a los cerdos y a la dinamita.

¿Alguien tiene fuego?

martes, 2 de febrero de 2016

Yo, con los curas

Sucede periódicamente. En una aldea de Galicia, el párroco se niega a administrar el sacramento de la comunión a un niño porque su madre está divorciada y para más INRI, vive amancebada con un señor, sin el pertinente permiso del Señor. Poco después, un curita con cara de buen tipo se declara abiertamente homosexual y se enfada mucho porque la Santa Madre Iglesia lo echa a patadas de su seno al no aceptar que viva de manera pública su amor con el hombre de su vida, que por cierto, es un encanto.

Cada vez que aparecen estas noticias, la progresía se indigna muchísimo y empieza con la turra de que la iglesia tiene que modernizarse, democratizarse, adaptarse a los nuevos tiempos... etc. Y es en ese momento, cuando yo, en aparente actitud contra natura, me pongo del lado de la Iglesia.

Imaginemos que un negro de Alabama tratara de afiliarse al Ku Klux Klan. Sus miembros -como poco- le cerrarían el paso. Como mucho, le cerrarían un lazo en el pescuezo y lo pondrían de adorno en un arbolito.

Imaginemos que alguien viniera con el discurso de que el Klan es muy racistón y tiene que abrirse a la sociedad, modernizarse, democratizarse y aceptar a los negros como iguales. Pues no toca. Si eres negro, no pintas nada en el Klan, que en sus principios fundacionales deja claro que no eres más que un simio, apto solamente para la recogida del algodón y para bailar claqué.

Lo mismo pasa con la Iglesia, si no te gustan las normas del club, te piras del club, pero si te quedas, apechugas: nada de divorcios, ni sexualidades invertidas, ni igualdad de género, ni onanismo, ni sexo extramatrimonial, ni anticonceptivos, ni aborto... Y eso sí: mucha misa, obediencia, penitencia, vigilia y confesión, que al Señor Cura le interesan mucho tus secretillos.

La diferencia es, que mientras el Klan toma decisiones humanas y por tanto, revisables y discutibles, la Iglesia dicta y actúa a las órdenes directas de Dios, que susurra en el oído de sus ministros cómo debemos organizar nuestras vidas terrenales. ¿Que no te lo crees? Pues aire. Que a Dios no se le replica. Así de fácil.

A la Iglesia le pasa un poco como a la monarquía: que la única forma de modernizarla es mediante su eliminación. Algo que se ve lejano, por culpa -sobre todo- de las irresponsables inercias familiares.

Se siguen bautizando criaturas "por no darle un disgusto a la abuela". Como si fuera lo mismo ponerle al crío esa horripilante chaquetita de angora llena de lacitos que afiliarle a una secta peligrosa.

"La niña hace la comunión porque quiere ella". Interesante argumento. Ya veremos qué pasa cuando quiera un poni. Y así todo, bodorrio con altar y vestido blanco después de hartarse de fornicar -y no arrepentirse en absoluto-, y finalmente, funeral con responso, agua bendita y muñequito atornillado en la tapa del cajón.

He visto meter en iglesias féretros de viejos militantes anarquistas que de resucitar en ese momento y verse en esa tesitura, habrían hecho steak tartar a bayonetazos con el tipo de las faldas y algún que otro familiar. Ya se sabe, hay que respetar los deseos de la famila. Al muerto, que le den.

El problema es que ninguno de estos actos es inocuo. No es inocuo cuando das cobertura a una organización con el historial de la Iglesia Católica. No hace falta echar mano de la inquisición o la conquista de América. Su ferviente apoyo -bien reciente- a dictaduras tan criminales como la española o las sudamericanas, su participación en tramas organizadas para el secuestro de bebés, los incontables casos de abusos sexuales a menores, el robo sistemático del patrimonio público con las famosas inmatriculaciones, el tráfico de obras de arte... No me voy a extender más -que podría-, pero cualquier organización con tantos miembros implicados en estas actividades estaría ilegalizada hace años y con sus principales dirigentes en la cárcel.

Pero seguimos dándoles legitimidad y oxígeno con estas inercias que no son otra cosa que insensata cobardía.

Me horroriza especialmente ver a parejas jóvenes que escolarizan a sus vástagos en colegios religiosos concertados. A mí me tocó pasar por uno. En Deusto. Allí los malos tratos físicos y psicológicos eran algo cotidiano, y los abusos sexuales, ocasionales. El cura de turno lo mismo te hacía formar en el patio y te pasaba revista como si fuera un mariscal de campo, que te sobaba la espalda por debajo de la camiseta mientras te mordisqueaba la oreja en la oscuridad del cine del colegio, o molía a patadas a un niño de ocho años, que hecho un ovillo en el suelo pagaba caro haber olvidado traer un cuaderno a clase por tercera vez. Capítulo aparte merecerían las cantidades industriales de basura intelectual que nos metieron a presión en la cabeza.

"Eran otros tiempos", dirán algunos. Bueno, creo que es lo mismo que decían nuestros incautos padres: "estamos en los ochenta, la Iglesia ya no es como la de la posguerra".

Personas supuestamente buenas y bienintencionadas dejando a sus hijos en manos de una secta infestada de maltratadores y violadores de niños. Tranquilidad, en el revólver sólo hay una bala, en un tambor con seis recámaras. Igual no te toca. Apasionante juego.

Me han dicho alguna vez que soy un resentido. No lo discuto, puede ser. Lo que pasa es que a eso que algunos llaman de manera despectiva "resentimiento", yo lo llamo "memoria".

jueves, 28 de enero de 2016

Hombres de hierro (o no tanto)

Cuando te pasas media vida trabajando en el sector del metal de Bizkaia te toca verlas de todos los colores. Es un sector duro, deshumanizado y terriblemente embrutecedor.

El último agujero por el que pasé antes de mi -espero definitiva- deserción del hierro, fue una mugrienta fabricucha de la Margen Izquierda de cuyo nombre no quiero acordarme, aunque ya lo creo que me acuerdo.

Allí, entre hornos de fundición, trenes de laminación y máquinas de mecanizado por arranque de viruta, vivía una fauna humana digna de estudio, de la que yo, por razones alimenticias formaba parte. Una fauna que haría tambalearse el obrerismo y la conciencia de clase del sindicalista revolucionario más convencido.

La rutina de casi toda la plantilla consistía en trabajar doce horas diarias de lunes a viernes y ocho más los sábados. Esto les dejaba poco tiempo para lo que yo considero "vida real", pero inflaba sus nóminas de manera desmesurada con tanta hora extra, lo cual por lo visto les compensaba.

Había un poco de todo; el joven peón de fundición que alardeaba de tener un piso en lo mejorcito de Santurtzi, pero soportaba una hipoteca de 1.600 € mensuales; los viejos alcohólicos que mitigaban la sed que les provocaba el metal líquido con vinacho de tetrabrik; el treintañero que tenía un coche, pidió un crédito de 30.000 € para tunearlo, lo estampó y estaba metiendo horas para pagar algo que yacía en el desguace; el pobre hombre que manifestaba con garrulería que "para estar con su mujer y sus hijas perdiendo el tiempo, mejor estaba allí ganando dinero"; o el encargado, testigo de Jehová y demente -valga el pleonasmo-, que estaba vivo solamente porque el Código Penal es bastante disuasorio cuando uno quiere resolver ciertas cuestiones por la calle de en medio.

El nivel de embrutecimiento de aquel ganado era de récord Guinness y las conversaciones de vestuario, de enmarcar, siendo el machismo, la homofobia y el racismo más garrulo los ingredientes básicos de cualquiera de ellas.

Sonaba la sirena, íbamos a lavarnos y empezaba el "festival del humor". Los de la fundición bajaban negros como mineros de Mieres, se metian en la ducha y empezaban con sus bromas genitales:

- ¡Ven pacá maricón, que te voy petar el culo pero bien!
- ¡Las ganas que tú tienes, bujarra de mierda! ¡A mi por ahí ni el bigote de una gamba!
- ¡No te hagas de rogar, gallego, mariconazo, que por cincuenta euros me pones el culo fijo!

Todos los días la misma historia. No se cansaban de la chorrada. Hasta que un día, de pronto, desde el fondo del vestuario, entre los treinta y tantos que les reían por enésima vez la gracia, alguien levantó la voz:

- ¡Oye tu! Yo por cincuenta euros sí que te dejo que me des por el culo.

Se hizo un tenso silencio. Sólo se oía el ruido del agua que escupían las duchas. Nos giramos todos estupefactos y allí estaba, serio, muy tieso, en calzoncillos y con los brazos en jarras, Mariano.

Mariano era un tipo de cincuenta y bastantes años, pequeño y seco, todo nervio. Tenía el pelo negro, lacio y grasiento, y un bigote de bandido mexicano que le daba un aire aún mas amenazante a su ya de por sí inquietante cara, enjuta, afilada y con ojillos de loco.

- ¿Pero qué dices, Mariano?
- Lo que has oído. Dame los cincuenta euros y al lío.
- ¿Pero tú te das cuenta de lo que estás diciendo?
- Claro que si. Te he visto en la ducha y tienes pinta de hacer poco daño, así que me parece buen negocio. ¡Venga esos cincuenta euros!

La tensión se rompió en ese momento con una "casi" unánime carcajada. El "sodomizador" no se reía. Algunos empezaron entonces a defender la posición de Mariano, que miraba desafiante al humillado y flácido taladro humano. Ahí fue cuando me largué. Nunca supe si acabaron cerrando el trato o no. Sólo sé que desde aquel día, la cansina bromita de marras no se volvió a repetir.

domingo, 24 de enero de 2016

Comer mal entre vascos

En el año 93, cuando ETA secuestró al industrial Julio Iglesias Zamora, la sociedad vasca vivió una situación de tensión inédita hasta el momento. Los unos sacaron la famosa campaña del "lazo azul" exigiendo su liberación y los otros no se lo tomaron nada bien. Así que corrió la tinta, los improperios y algún sopapo que otro. Yo nunca había visto a la gente tan enfrentada y dividida por estos lares. No fue agradable.

La cosa es que finalmente, tras una buena temporada en el zulo y previo pago, ETA liberó a Iglesias. La rueda de prensa después de la liberación dio -en mi opinión- uno de los momentazos más apoteósicos y cachondos de la historia vasca reciente. Iglesias estaba sentado tras una mesa atestada de micrófonos contando la dura experiencia por la que acababa de pasar y en frente, los periodistas no paraban de pedirle que describiera con todo detalle las partes más jugosas de su cautiverio; cuánto medía el zulo, qué hizo para no volverse loco, si hablaba o no con sus captores, dónde hacía sus necesidades... etc.

Iglesias, como es lógico, había sido ajeno a las movilizaciones que pedían su libertad y al duro enfrentamiento civil que se había vivido en las calles. Después de relatar un sinfín de penurias, un periodista le preguntó sobre su dieta durante el tiempo que duró el secuestro, supongo que esperando sacar otro titular sensacionalista más de aquel asunto. Pero entonces, Julio Iglesias Zamora -que había mantenido un gesto serio y grave hasta el momento- alzó la cabeza, mostró una enorme sonrisa y soltó: "Hombreee... ¿comer mal entre vascos? ¡eso sí que habría sido un crimen!", provocando el descojono general en la sala.

Eran otros tiempos. En Bilbao aún no teníamos el Guggenheim y no sabíamos ni cómo se pronunciaba la palabra "turista". No teníamos ni idea de la que se nos venía encima.

Llegaron los turistas y con ellos, nuevas formas de hacer en hostelería. Nuevas y peores.

Se ha extendido como una metástasis la cultura hostelera del atajo. Atajos en materia prima, en elaboraciones y por supuesto, en condiciones laborales para las personas que trabajan en el sector. Y salvo algunas honrosas excepciones -no demasiadas- ante las que me quito la txapela y me cuadro con un taconazo a la prusiana, los demás han sacado la corneta y están tocando a saqueo.

Están por un lado los que se dedican a hacer una cocina tradicional vasca impostora, con producto mediocre y preparaciones apresuradas, dando como resultado unas bazofias infumables que deberían estar tipificadas como delito: bacalao que no es bacalao, aceites refinados, salsa bizkaina a base de tomate, pescados de piscifactoría, chuletones de ganado demasiado joven y sin el necesario tiempo de maduración en cámara, txipirones en aguachirris de color negro, verduras de plástico y un largo y lamentable etcétera. Y no nos olvidemos de los famosos pintxos, hechos con productos de saldo y vendidos a precio de farlopa.

Por otro lado tenemos a los "artistas", especializados en presentaciones tan innovadoras como vacías de contenido y calidad gastronómica. Y es que, igual que por cada Fernando Fernán Gómez salen tropecientos Jorges Sanzes o por cada David Bowie hay que soportar a varios regimientos de Leivas, por cada Arzak, hay una legión de pinchaúvas con pretensiones dispuestos a arruinarnos el día.

Nos quedan las honrosas excepciones que apuntaba antes, que junto a los txokos y las casas particulares, por ahora persisten con heroismo en su lucha contra el crimen.